Y cuando uno estaba degustando todavía lo de Bolivia,
saboreando la cuchipanda aimara, viene o lo de Chile. ¡Apoteósico!
Resulta que lo que la derecha chilena creyó inamovible como
la cordillera, ha sido demolido en olor de multitud. Honor a los valerosos
chileños que se enfrentaron a “El Mercurio” y a los pacos y lucharon por años
hasta poder arrancarle a la derecha la llave de la caja fuerte donde estaba el
santo grial de la constitución.
El mito del inmovilismo ha terminado. Así como Francisco
Franco decía que lo de la continuidad era seguro y que todo “estaba atado y
bien atado”, del mismo modo la derecha chilena, maldita desde 1973 por su
ensañamiento, estaba segura de que el marco jurídico de la dictadura era parte
de la naturaleza. Pues bien, se acabó. Los chilenos se ganaron el derecho de
elegir una asamblea constituyente cuyo fin será renombrar al país y sembrar lo
que haya que sembrar y talar lo que haya que talar. La educación, la salud y el
régimen pensionario dejarán de ser latifundios de los de siempre y conocerán
nuevas definiciones y fórmulas. Chile vuelve a vivir, a latir, a demostrar, a
pura rabia y coraje, que ha dejado de ser el zombi vitalicio mordido por el pinochetismo.
Todo podía admitir la derecha chilena, excepto que la constitución de su líder
fuese tocada. Podían asentir cuando uno las decía, con pruebas bancarias y
judiciales en la mano, que Pinochet, aparte de asesino, fue un ladrón. Podían
mostrarse arrepentidos cuando se les hablaba de los excesos depravados de mi
general Contreras, chupe de Pinochet y especialista en picanas y
desapariciones. Pero, eso sí, decían de lo más pelucones: nos dejó la
Constitución -así, con mayúsculas- que ha permitido este milagro.
Pero en octubre no hay milagros. Y los chilenos se hartaron
de que les dijeran que la desigualdad era una ley de dios, que la educación era
un privilegio destinado a unos cuantos, que los sueldos debían ser la parte
del ratón en el reparto. Estaban hartos de que la derecha, que había aplaudido
los crímenes de la dictadura y la impunidad de su comandante en jefe, se
considerara albacea de un legado inapelable y emputeciera las palabras hasta
hacer irrespirable el país.
Exactamente como aquí, en el Perú. Con la diferencia de que
nuestro país sigue sometido al secuestro moral del fujimorismo y su
descendencia (la oficial y la supernumeraria). Los chilenos han puesto en su
sitio a “El Mercurio” y a sus allegados y han votado por un nuevo futuro. Los
peruanos -muchos de ellos- siguen creyendo que “El Comercio” defiende los
intereses permanentes del país.
Leí el editorial que “El Comercio” publicó en relación al
triunfo popular chileno y no pude dejar de sentir una felicidad extrema. El
diario del accionista Pepe Graña, la caverna donde lo más reaccionario de la
sociedad ensaya sus palabreos, anuncia para Chile las peores catástrofes y los
cauces más peligrosos. Que los chilenos se enteren: “El Comercio”, de Lima,
condena el rotundo triunfo del “apruebo”. ¿Les importará que esta versión
rímense de “El Mercurio” clame al cielo porque la mayoría ha decidido lanzar
por la borda la constitución del tirano?
El terror de “El Comercio” es que el ejemplo cunda. Chile
estaba bien cuando era el ejemplo del “neoliberalismo exitoso” que Pinochet impuso
a sangre y fuego y Friedman apadrinó con visitas y consejos. Ahora Chile es un
mal ejemplo, un vecino descarriado, un nuevo réprobo. Igual que Bolivia, que ha
vuelto a las andadas. Y “El Comercio”, que respaldó al fujimorismo toda una
década, apuesta por la eternidad de la constitución que los tanques
sostuvieron en 1993.
Por Cesar Hildebrandt
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