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PAPA León XIV |
Prevost no es un desconocido, pero tampoco unprotagonista. Su trabajo en Perú como misionero y obispo le dio un perfil bajo, alejado de los reflectores que suelen seguir a los futuros papas. Sin embargo, esa misma discreción pudo ser su ventaja. En un cónclave dividido entre reformistas y conservadores, su nombre emergió como un compromiso: lo suficientemente cercano a Francisco para no alarmar a los progresistas, pero lo bastante tradicional para calmar a los escépticos. Su elección del nombre León no es casual. Evoca a papas que combinaron firmeza doctrinal con apertura social, como León XIII, quien defendió los derechos laborales sin cuestionar las estructuras de poder. Es un guiño calculado, una manera de decir que no habrá revoluciones, pero tampoco contrarreformas abruptas.
El contraste con Francisco salta a la vista desde el primer momento. Bergoglio rechazó la pompa, optó por vestiduras sencillas y convirtió la simplicidad en un símbolo de su pontificado. Prevost, en cambio, ha abrazado sin reparos la estética tradicional del papado: la mozzetta roja ribeteada de piel, la estola dorada, el lenguaje mesurado. No se trata solo de estilo, sino de mensaje. Francisco desdibujó los límites entre lo sagrado y lo mundano; León XIV parece decidido a reafirmarlos. En su primer discurso, habló de "unidad" y "puentes", pero evitó cualquier gesto que pudiera interpretarse como una provocación a los sectores más conservadores.
Hay, sin embargo, una ironía en su trayectoria. Prevost pasó años trabajando con comunidades marginadas en Perú, un país donde la Iglesia ha sido tanto un refugio para los pobres como un cómplice de estructuras de desigualdad. Esa experiencia debería haberlo acercado al espíritu franciscano, pero su reacción a las bendiciones a parejas del mismo sexo revela un perfil más cauteloso. Argumentó que la medida de Francisco podía ser malinterpretada en África, donde la homosexualidad es perseguida. Es un razonamiento político, no teológico: prefiere no desafiar abiertamente a las iglesias locales, incluso si eso significa.
Frenar
avances en derechos humanos. Aquí se dibuja
una línea clara entre ambos papas: Francisco priorizó la inclusión,
aunque generara conflictos;
León parece dispuesto a sacrificar ciertas batallas
para preservar la cohesión.
Su relación con América Latina es otro punto ambiguo. Aunque su español fluido y su ciudadanía peruana lo vinculan emocionalmente a la región, su visión no parece tan radical como la de Bergoglio. Francisco denunció el "colonialismo ideológico" y criticó abiertamente al capitalismo salvaje; León, en cambio, ha sido más cuidadoso en sus pronunciamientos económicos. No es que ignore la justicia social su orden agustina tiene una fuerte tradición en ese ámbito, pero su enfoque es menos confrontativo. Para bien o para mal, no es un papa que espere ver en primera línea de las protestas.
El mayor desafío de León XIV será lidiar con la burocracia vaticana, un laberinto de intereses donde Francisco chocó una y otra vez. Prevost conoce bien ese mundo desde su trabajo en el Dicasterio para los Obispos, donde aprendió a navegar entre alianzas y vetos. Esa experiencia podría servirle para evitar los bloqueos que sufrió su predecesor, pero también alimenta el temor de que su pontificado se convierta en una gestión administrativa, no en un liderazgo transformador. La Iglesia no necesita otro burócrata; necesita un guía.
Hay algo inquietante en la manera en que el establishment eclesiástico ha recibido su elección. Los mismos cardenales que resistieron a Francisco ahora celebran a León como un "hombre de diálogo". Esa unanimidad sospechosa sugiere que ven en él a alguien que no alterará el statu quo. Pero reducir a Prevost a un títere de los conservadores sería un error. Su intelecto matemático, políglota, teólogo lo hace más complejo que cualquier etiqueta. El problema es que, hasta ahora, ha usado esa inteligencia para mediar, no para innovar.
El fantasma de Benedicto XVI planea sobre este pontificado. Como él, León XIV llega después de un papa carismático cuyo legado es a la vez inspiración y carga. Pero a diferencia de Ratzinger, Prevost no tiene una reputación de dogmático. Su oportunidad está en equilibrar herencia y cambio: honrar el impulso pastoral de Francisco sin ceder a la inercia institucional. Si lo logra, podría ser recordado como un unificador. Si fracasa, quedará atrapado entre dos aguas.
Las multitudes que lo vitorearon en la Plaza de San Pedro esperaban un símbolo, no un administrador. La luz dorada que bañaba su figura en el balcón papal creó, por un instante, la ilusión de un nuevo comienzo. Pero detrás de la escenografía, las preguntas persisten: ¿Puede un papa moderado inspirar en tiempos de polarización? ¿Bastará la prudencia para enfrentar los desafíos de la Iglesia?
Pero en un mundo donde la fe compite con el escepticismo y la relevancia de la Iglesia se cuestiona cada día, escuchar no será suficiente. Tendrá que actuar.
Por CIP. Ramírez Huerta